Yo voto, él veta, ellos votan: la política argentina en la era Milei

La imagen que resume el clima político argentino podría organizarse como un tríptico: un ciudadano depositando su sobre en la urna, el presidente Javier Milei firmando un veto sobre su escritorio, y los diputados levantando la mano en el Congreso. La leyenda se escribe sola: “yo voto, él veta, ellos votan”. La democracia, en su mecánica esencial, parece hoy atravesada por esa tensión.

Desde su llegada al poder, Milei convirtió al veto presidencial en el principal instrumento de su estrategia política. No lo utiliza como mecanismo de excepción, reservado a casos de emergencia institucional, sino como arma sistemática para doblegar al Congreso y reafirmar su autoridad. En este esquema, el Parlamento puede aprobar leyes con amplias mayorías, pero el Presidente se reserva el derecho de neutralizarlas de inmediato.

El modelo no es nuevo. El espejo en el que Milei se observa es el de Nayib Bukele en El Salvador, quien durante su primer mandato bloqueó sistemáticamente cualquier iniciativa legislativa que escapara a su control. Allí, el veto se convirtió en un recurso cotidiano para minar la autoridad de los diputados y, al mismo tiempo, consolidar la imagen del presidente como único garante de la “voluntad popular”.

En la Argentina, Milei ensayó un camino similar. Amparado en la debilidad de un Congreso fragmentado y en la lógica de la “defensa del déficit cero”, su gobierno construyó una narrativa según la cual todo proyecto que implique gasto adicional o regulaciones consideradas “estatistas” merece el rechazo inmediato. La consigna es simple: “No hay plata”. Y el veto se transforma en la traducción institucional de esa frase repetida.

El veto como estrategia de poder

El procedimiento constitucional es claro: para rechazar un veto presidencial, se necesita el voto de dos tercios en ambas cámaras. Se trata de una mayoría difícil de alcanzar, pensada justamente para blindar la figura presidencial frente a mayorías circunstanciales. Durante dos décadas, ningún presidente argentino enfrentó semejante revés. Hasta ahora.

Milei utilizó ese resguardo como una ventaja política. Su apuesta fue bloquear con la firma presidencial cualquier norma que no coincidiera con su ideario libertario. Así sucedió con leyes vinculadas al financiamiento universitario, con el presupuesto de hospitales emblemáticos como el Garrahan, o con fondos extraordinarios para provincias. Frente a cada sanción, el oficialismo repetía la misma fórmula: “Se veta todo”.

El respaldo que sostuvo esta estrategia fue un tercio compacto de diputados leales a Milei, los “héroes”, suficiente para impedir que las oposiciones reunieran los dos tercios necesarios para rechazar los vetos. En otras palabras, el Presidente transformó un punto de debilidad –ser minoría en ambas cámaras– en un instrumento de poder. Con apenas un tercio disciplinado, logró subordinar al resto.

La grieta en el bloque de contención

Pero esa arquitectura comenzó a mostrar fisuras. La política, al igual que la economía, no es inmune a los errores de cálculo. Algunos gestos de soberbia presidencial, sumados a las tensiones en la relación con gobernadores que se sienten asfixiados por los recortes, abrieron grietas en el blindaje legislativo.

El caso paradigmático fue la ley de Discapacidad. Cuando Milei decidió vetarla bajo el argumento de que generaba “gasto adicional incompatible con el déficit cero”, un grupo de legisladores que hasta entonces había acompañado al oficialismo resolvió plantarse. El resultado fue histórico: por primera vez en más de 20 años, el Congreso argentino rechazó un veto presidencial.

La señal fue potente. No se trató solo de una derrota puntual para el gobierno, sino de un quiebre en la dinámica política. El veto ya no aparece como una carta ganadora garantizada, sino como una jugada riesgosa que puede exponer al Presidente a un revés institucional de mayor impacto simbólico.

El regreso de la República como bandera

Lo interesante es que el rechazo no se justificó únicamente en la defensa de una política pública concreta, como los derechos de las personas con discapacidad. Los legisladores y gobernadores que impulsaron el rechazo lo presentaron como un acto de defensa de “La República” y de la división de poderes. En otras palabras, el discurso que hasta hace poco parecía patrimonio de sectores opositores se instaló ahora como un paraguas común bajo el cual distintos actores políticos buscan reposicionarse.

El veto presidencial, que Milei exhibía como signo de fortaleza, terminó devolviéndole protagonismo al Congreso. En la escena pública, los diputados y senadores que levantaron la mano no fueron vistos como obstruccionistas, sino como guardianes de la democracia representativa. Gobernadores antes presionados por la billetera presidencial encontraron en ese episodio una bandera que les permite resistir y, a la vez, legitimarse frente a sus electorados.

El límite del método Bukele

El paralelismo con Bukele muestra aquí sus diferencias. En El Salvador, el veto serial se sostuvo porque el presidente terminó controlando el Congreso y disciplinando al sistema político. En la Argentina, la fragmentación partidaria y el peso de las provincias generan un contrapeso que Milei no puede ignorar.

El veto, usado como un martillo sobre cada iniciativa legislativa, corre el riesgo de volverse en contra de quien lo empuña. El episodio de la ley de Discapacidad expuso que la estrategia tiene un límite: cuando el Ejecutivo abusa de la herramienta, convierte a sus adversarios en héroes institucionales.

El tríptico vuelve entonces a cobrar sentido. La ciudadanía vota, el Presidente veta, y el Congreso decide si acepta esa imposición o si se reivindica como espacio de representación. Por primera vez en años, los legisladores descubren que tienen la capacidad de torcerle el brazo al Ejecutivo. Y los gobernadores, que hasta ayer soportaban en silencio los recortes, empiezan a levantar la voz en nombre de la “República”.

La política argentina, marcada por el hiperpresidencialismo, parece ingresar en una nueva fase. El veto, convertido en símbolo del poder personalista de Milei, puede terminar abriendo una ventana inesperada de fortalecimiento institucional. El riesgo para el Presidente es que, al insistir en emular el libreto de Bukele, termine generando el efecto contrario: un Congreso empoderado y una narrativa opositora que lo muestra como el principal enemigo de la división de poderes.

En definitiva, lo que parecía un atajo para gobernar sin consensos se transforma en un recordatorio de los límites del sistema republicano. Milei buscó imponer la lógica del “yo veto” como extensión del “yo mando”. Pero el rechazo legislativo le recuerda que, en democracia, nadie tiene la última palabra.

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